Semblanza del presidente y editor de La Voz de Galicia, escrita por José Francisco Sánchez
José Francisco Sánchez, director de la Fundación Santiago Rey Fernández-Latorre, ha escrito para La Voz de Galicia, la presente semblanza en homenaje al reciente fallecido Santiago Rey Fernández-Latorre, presidente y editor de la Voz de Galicia.
Santiago Rey: entre rotativas y tormentas
Santiago Rey Fernández-Latorre mandó parar la rotativa de La Voz de Galicia por primera vez antes de nacer, el 31 de agosto de 1938, en la coruñesa Puerta Real. El ruido de la máquina y su traqueteo molestaban en las labores de parto de María Victoria Fernández-mi Latorre, hija del fundador de La Voz, Juan Fernández Latorre, casada con Emilio Rey. Que alguien mande parar la rotativa en un periódico significa dos cosas: que se ha producido una noticia muy importante y que quien lo ordena tiene autoridad editorial, pero también económica, para asumir los costes que eso significa. De sus muchos títulos, Santiago solo usaba uno: Presidente y editor de La Voz de Galicia.
Cientos de personas velamos su cadáver ochenta y seis años después al pie de esa misma rotativa, convertida ahora en pieza central del museo que lleva su nombre. Casi dos centenares de trabajadores de La Voz esperaron en la entrada para recibir el féretro con un aplauso, y muchísimos jubilados de todas las áreas del periódico y, algo más tarde, cientos de personas de toda condición. Una de ellas lloraba con ojos enrojecidos de tanto secarlos y me dijo enfadada consigo misma: “Nunca pensé que lloraría por Santiago Rey”.
Santiago podía parecer altivo, vanidoso —tenía motivos — y colérico, imprevisible y egoísta. Pero solo era un líder con talante de líder y una misión clara: servir a Galicia construyendo un periódico cada vez más fuerte, capaz de integrar y vertebrar un territorio minifundista también en las mentalidades. Por eso se gastó mucho dinero, primero, en controlar la propiedad del diario. Luego, en renovarlo tecnológicamente y mantenerlo siempre en punta. Y, sobre todo, en crear una red de ediciones por toda Galicia. Con menos, podría haber obtenido una rentabilidad económica mucho mayor, pero Santiago cambió rentabilidad por influencia para aunar un país y para proyectarlo hacia el mundo, aunque le saliera carísimo llevar los ejemplares hasta la última aldea de montaña. Eso no se consigue con un carácter blando o acomodaticio, pronto a quedar bien a cualquier hora o a cualquier precio. Pero tampoco se alcanza sin la gigantesca generosidad que supo gastar toda su vida. Todo giraba en torno a La Voz y La Voz era él. Algo que cualquiera podía percibir.
Una Navidad habló a los trabajadores del futuro y aplaudieron a rabiar. Sentado a mi lado, un hombre de muy alta cualificación intelectual me dijo: “Si fuéramos náufragos en una playa, todos sin nada y en pelotas, seguiría siendo el jefe”. Le llamaban don Santiago cuando se dirigían a él, o presidente, pero entre ellos hablaban de “El patrón” en un tono de respeto, estima y afecto. Él lo sabía y callaba, pero no le hacía gracia ese apelativo. Se esmeraba tanto con su gente que tomaba por deslealtad que alguien de su confianza considerase siquiera la oferta de otra empresa. Si uno acudía a decirle que le habían invitado para tal puesto y estaba pensándolo, respondía: “¡Ya lo has pensado!”, dejaba de tratarlo y le ofrecía una gratificación espléndida.
Había que entenderlo. Hay que ser muy duro para ir contracorriente, para soportar presiones inauditas, para correr riesgos económicos que abrumarían a cualquiera y, sobre todo, para vivir en el mismo lugar en el que estaba obligado a dar muchas malas noticias. “Creen que llamándome lo arreglan todo”, me dijo un día después de colgar el teléfono. El hijo de una familia amiga había sufrido un accidente de tráfico en circunstancias nada favorables. Le pedían silencio. Y se me quejaba: “¿Y luego voy dar la noticia del accidente de un camionero cansado que iba haciendo su ruta?”
Antes o después, el periódico publica algo que no agrada. Y aguantar esa presión amistosa, familiar, es a menudo más difícil y heroico que soportar la de los gobiernos. Recuerdo otra ocasión en la que perdió la amistad de un gran empresario porque se negó a callar la noticia de que estaba negociando la venta de su compañía. Publicas, pero luego hay que ir a la calle y encontrarse con esas personas, vivir en esa sociedad. Esa tensión genera un sentido de responsabilidad editorial y una sensibilidad que solo los verdaderos editores conocen.
Si tenía que publicar algo que nadie quería saber, actuaba antes que nada como periodista. Ocurrió con su querido Deportivo y con otros asuntos. Mala idea desafiarlo. Era un golfista de hándicap muy bajo. Me contaron que cierta vez, hace ya muchos años, falló en la salida de un hoyo y la bola quedó corta. Por lo visto, el jugador que le seguía se rio. Santiago fue hacia él, metió la mano en el bolsillo, sacó los billetes que llevaba, que no eran pocos, y le dijo: “Te juego esto a que no la pasas”.
Los que somos muy directos sufríamos para entenderle hasta que aprendíamos su modo de hablar lateral. Él mismo decía que era barroco, como su música clásica preferida. Pero en realidad era prudente, cauto. Podía, por ejemplo, criticar un comportamiento en abstracto o a un tercero sin identificar y después de la conversación te dabas cuenta de que ¡se refería a ti! Ese procedimiento le servía para mandar avisos o para, según tus reacciones, tantear hasta qué punto le habían calentado la oreja. Y de paso, te alertaba. A la vez, hacía a menudo pronósticos con pasión de creyente, pero también a menudo después de afirmar algo tajantemente terminaba con un “¡O no!” y se sonreía. Acertaba mucho, sin embargo.
Manuel Sánchez Salorio, el insigne catedrático de Oftalmología que fue muy amigo y patrono de su Fundación, le dijo delante de todos en una fiesta de cumpleaños que era el mejor jefe para los tiempos de tormentas, y añadió: “Aunque a veces la tormenta eres tú”. Si la tormenta no era él, estábamos protegidos. Nunca le he visto admitir una crítica a uno de los suyos. Nos defendía siempre, porque lo consideraba su deber y porque nos quería mucho, con una intensidad que sorprendía a terceros. Nosotros a él, también. Por eso le lloramos.
*Santiago Rey Fernández-Latorre, en el museo que lleva su nombre, durante la presentación de su libro «Yo protesto», en el que recopila sus discursos y editoriales. Foto de La Voz de Galicia/ VITOR MEJUTO